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En cualquier lugar del mundo donde uno esté si hay una producción de Botero, es imposible no identificarlo. Sus clásicas figuras regordetas lo hacen inconfundible. Cuando en el año 2006 se hizo una muestra suya en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, corrí hacia él, no porque estuviera entre mis artistas favoritos. No ha sido un artista que capturara mi atención en absoluto, siempre me pareció muy repetitivo debo decir, pero me daba simple curiosidad ese vuelco que había experimentado en estos últimos años de incorporar en sus cuadros “la realidad” de la sociedad colombiana. “La muerte de Pablo Escobar” tristemente no estaba en la muestra.
Como fuere, hoy en día, por sobre la inmediatez de la comunicación de imágenes, es interesante que haya pintores que se permitan la interpretación artística de ciertos hechos… que nos propongan su mirada. A veces al realismo de la inmediatez no nos da espacio para la reflexión, mirando un cuadro de este tipo, uno se permite pensar algunas variantes.
Los techos de tejas de las casa aparecen oscuros a primera vista, a medida que se alejan se van iluminando por el sol, en color terracota. Las tejas son de estilo español colonial, redondeadas, antiguas con unas pinceladas blancas sobre ella para demarcar la forma. Toda la vista de la ciudad se corresponde con casas, de paredes blancas y ventanas celestes que llegan al pié de la montaña. Se nos cruza una sola chimenea que emana humo, pequeña, casi ínfima respecto del personaje central de la historia.
Atrás, montañas que rodean la ciudad. Verdes, altas y redondeadas, un tanto opacas, como si estuviera anocheciendo. El cielo está cubierto de nubes, denso, en escala de azules que apenas se figuran por algún celeste que demarca algo de luz.
Escobar es enorme, es una figura gigantesca que cubre toda la ciudad desde las alturas. Está descalzo sobre el techo de la casa con chimenea. Sus pies, con los talones apenas levantados dejan una tenue sombra bordó, del mismo color de la sangre que emana de su cuerpo. El pantalón oscuro llega a sus talones y es sostenido por un cinturón que –si no se mirara con precisión- parece una simple cuerda. Lleva una camisa blanca, completamente desabrochada, que deja su pecho descubierto de frente a las balas. Su cara tiene los ojos cerrados, labios rojo intenso y pequeños, bigotes cortos, una tenue barbilla y su pelo castaño acompañando el movimiento del cuerpo. Sus manos completan el gesto de protección de las balas que vienen hacia él.
En su mano derecha Pablo tiene un arma, pero sus dedos están legos del gatillo. Está cayendo herido por una excesiva cantidad de balas que han dado en sus piernas, torso, brazos… y una en la frente, justo arriba de los ojos. Cada punto rojo en su cuerpo es una bala que dio en el blanco. Hay algunas manchas de sangre, pocas en comparación con lo que aparenta su cuerpo dolorido, como si todo hubiera sucedido demasiado rápido.
Hay algo de especial en el tema del cuadro. Lo primero que me viene a la mente es la “lluvia de plomo”, esa que Escobar prometía descargar sobre quienes no aceptaran la contraoferta: “el dinero”. Y así aparentemente sucedía…
No quiero meterme en la historia de la sociedad colombiana, en sus muertes, en su desgarramiento, ni en sus intentos de superación porque siempre temo pecar de ignorancia. Sin embargo, hay algo en la figura de Pablo Escobar Gaviria que proyecta una imagen romántica. Ese tipo amado por los humildes, que construyó barrios, estadios de fútbol y hacía beneficencia a mas no poder. ¿Por qué lo haría? ¿Tendría que ver con sus orígenes o simplemente el afán de su carrera política? La cosa es que muy pocos personajes delictivos de la historia las hacen de Robin Hood y cuando lo hacen, entran en esa especie de limbo que parece contraponer todo el tiempo al diablo y a Dios. Y es que muchos de los mortales ni siquiera acceden a esa categoría.
A todos los interesados en artistas, obras e historia del arte los invito a mi canal de youtube https://www.youtube.com/c/AldanaHIstoriaSdeArte ¡Los espero!
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Me permito tomar nota de esas vueltas irónicas de la vida donde uno tiene programado escribir sobre un libro cuyo autor se nos acaba de ir hace poquitos días. Mas aún cuando es el primer libro que de él leo a pesar de tener otros títulos tan exitosos. Como fuere, la lectura de El vuelo de la Reina llegó de la mano de un pedido desesperado de “necesito novelas para leer”.
La trama de la novela en sí misma y el conflicto que presenta es bien universal: un hombre que se enamora de una mujer y no se siente del todo correspondido. Pero la gracia de contar una historia tan clásica radica en la forma de presentar su desarrollo y en el trabajo adecuado de sus personajes. ¿Qué tiene de particular nuestra novela entonces? Por empezar que está anclada en la Argentina de los ’90 y; en sentido amplio, que podría encajar mas que bien en cualquier país latinoamericano durante la misma década y años posteriores también. Así nos encontramos con un director de un diario influyente, que parece manejar los hilos de las noticias con la necesaria habilidad para instalar la agenda pública. Es tal el nivel de corrupción y podredumbre sobre el que se mueve el gobierno y la sociedad que Camargo parte de una supuesta idea de justicia y dignidad a partir de hechos por lo menos objetables.
Paralelamente, nuestro hombre todopoderoso, lleva una vida sentimental opaca y, una relación con su mujer e hijas que podríamos calificar de distante. Pero la vida de Camargo cambia cuando decide contratar a Reina, una periodista mucho mas joven que él. Sus sentimientos hacia Reina van mutando a lo largo de la historia hasta llegar a momentos de máxima insalubridad. En este sentido, si bien nuestro personaje nos cuenta en primera persona qué es lo que piensa de la situación amorosa con Reina, el relato solo nos permite vislumbrar su obsesión a través de su accionar; y no tanto el sentido patológico de lo que le sucede y por qué emerge en ese momento, ya que si bien aparece una crónica similar vivida por un amigo suyo no se sigue el hilo de este punto, ni Camargo lo evoca.
Hay dos temas maravillosamente interesantes en esta novela: leerla es pensar en la Argentina disparatada que nos tocó vivir en aquellos años pero que no pudimos apreciar en toda su dimensión. Cada frase, cada hecho periodístico que se nombra tiene un claro anclaje que no deja de comprometerlo a uno en la reflexión. Y segundo, no deja de ser imponente para el lector, el grado de profunda perversión de algunas relaciones humanas y los amplios espacios que se abren a esta locura a través del poder económico. Ambos temas, por su jerarquía, están muy bien ponderados a lo largo de la historia de modo que convivan pero no se devoren mutuamente.
Por último, el relato está muy bien logrado y es atrapante. Tiene los saltos necesarios como para que uno no pueda intuirlo todo y el final, si bien no sorprende, tampoco es literalmente esperado. En lo personal, me provocó sentimientos encontrados: ganas de leerla y ganas de no querer saber cómo termina; algo así como “ya tuve suficiente con todo lo que leí, ¿va a seguir con mas?”
“A eso de las ocho de la mañana, las radios anunciaron que el presidente se retiraba a meditar a un convento en medio de la pampa. Llevaba consigo el crucifico milagroso y dejaba las terrenales contrariedades del gobierno en manos de su hermano menor, que era el mandamás del Senado. Los noticieros de televisión querían transmitir imágenes del limonero sagrado, pero la custodia de Olivos no permitió entrar a nadie. Hasta los periodistas mas recelosos decían que, después de una experiencia sobrenatural, lo único sensato era lo que el presidente estaba haciendo: rezar y retirarse en soledad” Cap. Cuatro, Pag.87
EL VUELO DE LA REINA, ALFAGUARA, BUENOS AIRES, 2002
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